Estamos encerrados, pero dicen que no pasa nada

Por Omar Garfias

@Omargarfias

 

“En Culiacán mi infancia fue pacífica y dulce. Mi amá nunca tuvo miedo por nosotros; nunca, nunca nos encerraron, fuimos a la escuela libres. Cuando la secundaria, la calle era para todos, pelotas, bicicletas, bates, risas, alegrías, ningún temor, ningún sobresalto. De los quince a a los dieciocho, Culiacán nos regaló lugares entrañables. La esquina de la plazuela que llamábamos Maracaná, porque ahí jugábamos futbol y metí un gol de chilena. En la Obregón conocí a mi señora, que no fue mi primera novia. Lugares no bonitos, si usted quiere, pero muy… muy de convivencia, de nosotros. Ahí conocí personas que hablaban yoreme y a los de origen japonés. Lugares para encontrar gente. Cuando empezaron a aparecer los primeros malandrines, pendejamente creímos que no pasaba nada. Hasta nos pichaban refrescos u organizaban discos y, pendejamente, lo aceptamos. Aquí ejercí mi profesión; aquí cuajaron mis proyectos; trabajabas o vendías, con gente sin amenazas ni problemas. Prosperábamos. Luego llegó el tiempo de horror. Pendejamente creímos que podíamos convivir con él. Empezó a haber lugares a donde no podíamos ir. Antes, una vez caminamos toda la Obregón en la madrugada de vuelta de una fiesta. Luego ya no se pudo. Luego las calles y las colonias se convirtieron en territorio disputado. Los dueños son los capos. Culiacán es ahora una ciudad sitiada. Los ultrarricos levantaron un muro y se pusieron a salvo. Allá están. Ya no los vemos. Al que le metí el gol de chilena, solo sé que tiene nietos que ni yo ni mis nietos conoceremos. Hay tumbas en las calles. Cientos de lugares donde ha corrido sangre, muertos, casas balaceadas. Pendejamente, los políticos empezaron a platicar con los capos; pendejamente, creyeron que los manejarían. Ahora son sus empleados. Culiacán es de retenes, militares, metralletas. Salga y verá un panteón. Mis nietos niños, encerrados; mis nietos mayores, en la tomadera y sepa que más; mis nietas mujeres, operándose para ser mujeres de narcos. Pura mala yerba, como escribía su amigo. Pendejamente, nos resignamos. No ponga mi nombre ni mi edad, no quiero broncas”.

Testimonio anónimo.

 

“Mi ciudad vomita balas,

sangre, horror y desconcierto.

Mi ciudad está de malas;

es un mar de dolor

nuestro desierto.

De malas, Arminé Arjona

 

“Nuestra tierra huele a muerte, con balas, con machetes,

con cuchillos, con metrallas…

Muerte encapuchada, muerte cobarde.

Y la carne es secuestrada, torturada,

mutilada en silencio, en la oscuridad.

La muerte que elige al azar en los camiones del norte,

que vomita casquillos en la cabeza de inocentes,

que desangra en las carreteras y en los malecones…

Nuestra tierra huele a sangre,

a dolor, a ira, a incomprensión.

Y la muerte nos vigila cerca,

nos hace cómplices temerosos,

pusilánimes egoístas…

Y corremos, nos hincamos, nos callamos y huimos.

Nuestra tierra huele a muerte,

de retenes, revisiones, violaciones

e interrogatorios. Huele a muerte de fosas,

de cabezas, de amenazas, de terror.

La muerte llamada gobierno, instituciones,

violencia, apatía, bancos, dinero, mentira,

televisión, periódicos, radio, democracia…

¿Cuánto vale nuestra dignidad?

¿Un plasma de 20 pulgadas?

¿Un carro del año?

¿Un contrato, una planta, un certificado,

unos gramos de silicón?

¿El cuerpo inerte de un hermano?

¿Padre, madre, hijo?

Nuestra tierra huele a miedo, a balazos,

partidos, alianzas, poder…

Y miramos por la ventana tímidamente

después de oír los gritos,

después salimos al llegar las sirenas

y caminamos por la acera ensangrentada

donde yace muerto nuestro vecino.

Entramos a casa, ponemos doble cerrojo

y dormimos como animales irresolutos, incompletos…

Nuestra tierra huele a indiferencia.

Mañana le pagaremos tributo a esa muerte

con los impuestos, el banco, el super, la hipoteca

y rogaremos por un día más en esta patética subyugación,

que huele a huérfanos, a diesel, a debates de circo,

a niños quemados, a llanto de madre, a gritos de hermano,

a sueños rotos, a vidas quebradas, a aviones caídos,

cascos con sangre, piernas rotas, caras desfiguradas, miembros castrados…

Nuestra tierra huele a tortura, a ambición, a sicarios,

a corruptos, a políticos, a desinterés, a insensibilidad,

a manos atadas, y nosotros hemos vendido a esa muerte

nuestro sentido del olfato…”

Nuestra tierra huele a muerte, de Paola Klug.

 

“Estamos con un Culiacán tranquilo;

tuvimos un problemita en Costa Rica;

ya está todo circulando;

sólo hay algunos heridos y hay

algunos vehículos despojados…”.

Rubén Rocha Moya,

lunes 9 de septiembre.

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