Ser malhechor es voluntaria y perversa decisión

Texto e imagen de Fernando Silva

 

En nuestra continua evolución como especie humana y estando en el primer cuarto del siglo XXI —del calendario gregoriano—,  podemos constatar desde nuestra primera etapa educativa y hasta la adultez mayor que, al convivir en el hogar, el barrio, el pueblo, la nación o al viajar por el mundo, no existe ningún señalamiento ni precepto pronunciado o establecido por algún familiar o autoridad competente que indique: «Generar y/o padecer agobio es la finalidad en la vida», así como tampoco sentimientos de pena o congoja a causa de cualquier uso intencional de la fuerza física, el poder real o como amenaza contra uno mismo, a un semejante, grupo, comunidad… Pero sí tenemos, como resultado la eventualidad el sufrir tormento psicológico, lesiones, privación, mal desarrollo mental y hasta la muerte; por lo que si lo reflexionamos con sensatez, no hay razón ni argumentación alguna para consentir la brutalidad, la agresividad y el salvajismo. Naturalmente, hay circunstancias que nos producen dolores emocionales que pueden derivar en agudos y/o crónicos como: el nociceptivo (somático y visceral); neuropático (producido por estímulo directo del sistema nervioso central o por lesión de vías nerviosas periféricas); psicógeno (en donde interviene el ambiente psicosocial-familiar), entre otros que dependen de su duración y patogenia, pero que no son generados por la mala intención, mientras que los provocados por cualquier tipo de violencia sí lo son.

En ese sentido, al leer y deliberar sobre la acción o efecto de violentar o violentarse, se hace comprensible el cómo produce un deterioro significativo en la manera en que sienten, piensan y actúan, tanto las víctimas como los victimarios. Asimismo, asimilar que en numerosos casos se sienten asustados, inseguros, tristes, enfadados o confundidos, y, otros, avergonzados, solos y atrapados en sus miedos. Incluso, hay quienes tienen algo por cierto sin conocerlo de manera directa o sin que esté comprobado o demostrado, al grado de deducir que tratar con desprecio y crueldad a sus semejantes no es culpa suya, sino que lo hacen porque consideran que el o los otros se lo merecen. En esa dirección del entendimiento, en las palpitantes sociedades con características complejas —resultado de múltiples causas o factores— como la mala educación desde los hogares; la competencia rapaz impuesta desde la formación escolarizada que apuesta a intereses capitalistas-consumistas; la inequidad geopolítica y geoeconómica mundial; las ideologías conservadoras extremistas; la influencia de las variables ambientales-ecológicas, así como las características de cada persona en el origen del comportamiento violento, requieren una reflexión profunda y la participación activa, inteligente, consciente, informada y comprometida en pro del bienestar general.

Por consiguiente, enfrentar el tema de la violencia —en toda su extensión y multiplicidad— exige, por su carácter ubicuo y multiforme, precisa clarificación conceptual de lo que entendemos por ella. Tal cometido supone que es algo más que complejo, pero ¿es así? La respuesta tiene, al menos, dos elementos a considerar: afirmar que desde nuestra concepción ser buenos no es errado, ni sopesar como cierto o real algo a partir de los indicios que se tienen es estar equivocado, como tampoco afirmar que nacemos malos representa una negación de la «realidad», con independencia de la propia manera de pensar o de sentir. Sin embargo, el mal —en la dura composición de sus diversas manifestaciones y representaciones— atañe a mujeres y hombres en cuanto a que es un comportamiento humano, con independencia de que seamos religiosos o descreídos, es decir, se trata de comprender el mal no desde ese ser supremo (imaginario y omnipotente), sino como algo directamente relacionado con el homo sapiens sapiens y, por ende, la maldad y la bondad nos concierne a todos y su planteamiento debe obtenerse a través de métodos científicos y humanistas.

En esa fusión práctica-ideológica se transmutan no sólo las ideas, sino el objetivo de vida, permitiéndonos ser pensadores conscientes, así como espléndidos descubridores de nosotros mismos y del entorno que nos rodea. En la orientación del saber y el pensamiento crítico, nuestra base biológica —que cada uno portamos—, así como la natural —todo lo que existe y que está determinado y armonizado en sus propias leyes—, tienen que ver con las exigencias de precisión y objetividad propias de la metodología de la noción, tanto la adquirida por experiencia personal o colectiva, como por el proceso de subjetivación, en el que significamos lo que hemos sido en relación a lo que queremos ser, lo que conlleva darle un mejor sentido a nuestra vida, situando a los principios humanistas como la principal guía de nuestros pensamientos y comportamientos. Y desde el punto de vista menos general de la conducta, resulta que somos los individuos que vivimos en sociedad los que decidimos actuar de manera moral o inmoral; los que pervertimos o convencemos a otros para que también lo hagan; los que definimos los parámetros de lo que consideramos «correcto o incorrecto» y los que hacemos hasta lo innombrable para rebasarlos o nos adaptamos para acatarlos.

Quizás, la interpretación que se opone a la lógica o a la moral social no creyente, estriba en que buena parte de la humanidad relaciona directamente el mal o el bien con deidades. En otras palabras, la fe o la incredulidad son posturas frente a lo que se aparta de lo lícito o se acerca a lo lícito. En todo caso, hacer el mal concierne a todos y es una contrariedad que se debe tratar de entender en el ámbito en el cual se da, esto es, en los valores humanos y en lo que corresponde a lo legal. Un ejemplo de esto lo tenemos en el genocidio perpetrado por el ejército israelí y en las brutales palabras del primer ministro, Benjamín Netanyahu, que invocó la Biblia para defender la ofensiva de Israel contra la Franja de Gaza. Sobre el particular, tener presente que es un libro (la Biblia) que ha sido modificado un sinnúmero de ocasiones, como es el caso del emperador romano Flavius Valerius Constantinus (Flavio Valerio Constantino) quien encargó y financió —entre los años 306 y 337 d. C.— la redacción de una «Biblia» que omitiera los evangelios en los que se hablaba de los rasgos ‘humanos’ de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad. O la Biblia del rey Jacobo, conocida como: Authorized Version KJV (Versión autorizada del Rey Santiago), que es una traducción al inglés patrocinada por Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, publicada para el uso de la Iglesia en 1611. En relación con el tema, «historiógrafos» de ideología sionista o conservadora occidental, han asegurado en diversos libros, tesis y hasta películas taquilleras que, desde la antigüedad, los israelís combatieron guerras en nombre de Jehová, lo que es un tremendo embuste, ya que el Estado de Israel se estableció después de la Segunda Guerra Mundial; por lo tanto, si no existía el pueblo de Israel como nación, no pudo disputar conflicto alguno ni su independencia, no al menos antes del 14 de mayo de 1948. Además, si nos detenemos un momento para reflexionar lo dicho por Netanyahu, significa que ¿Jehová aprueba los conflictos bélicos? O es una cruel justificación para asesinar a civiles inocentes en nombre de Dios.

En esa necesidad por aprender y estando en la librería, sobresalió del anaquel un ejemplar de «Repensar el mal», escrito por el católico, filósofo, teólogo y escritor Andrés Torres Queiruga. En la primera hojeada del atrayente título —que es más de teología que de filosofía— es el término Ponerología, palabra del griego panerós, cuyo significado es «malo», lo que nos permite entenderla como el estudio del mal y, en esa categoría, es posible ubicar el problema de la maldad como una contrariedad humana y no como un dogma de fe. Esto tiene su razón de ser, ya que el mal en sí no depende del conjunto de creencias de alguien, pues se puede ser incrédulo o indiferente y, aún así, va a contraponer el padecimiento del sufrimiento en sus diferentes vertientes; lo mismo, quienes creen en alguna divinidad, experimentan las mismas consecuencias de la malignidad que los ateos.

Por lo tanto, ser malhechor es una voluntaria y perversa decisión. El mal se debe ubicar en el ámbito al cual pertenece, en la constitución ontológica de la humanidad, es decir, en la esfera de lo finito, así como de cultivar valores y conocimiento en pro de elevar la calidad humana y del bien común.

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